martes, 27 de marzo de 2012

PAMPLINAS




X

¿Por qué le tratas así amor? ¿Por qué despojas a este Rey de su alteza?
Lo vuelves barco navegando en un mar de rocío,
Inocente que agacha la cabeza.

Alma que busca por la urbe, trazos de naturaleza.
Dando por bueno lo malo
Viendo signos de virtud en sus flagrantes vilezas.

Un amor recogido en paños de seda, por un viejo con su mano muerta.
Tan dura como una roca
ve una niña que bosteza.

Dale sus ojos de nuevo amor, que haga fuertes sus flaquezas
Aunque sea bonita su nube
Aunque quizás fallando se acierta.

lunes, 19 de marzo de 2012

MIXTURA


MIXTURA

Mis dedos serpentean habilidosos por el liso adoquinado de teclas blancas y negras. Con sorprendente presteza, tanta que ni me lo creo. Sin duda y sin miedo a cometer ningún error.
De aquel piano de cola del que no puedo ver el fondo salen suaves y acompasados los sonidos de la Sonata Nocturna Nº20 en C menor de Chopin. Perfectos, inmaculados, tal y como siempre soñé que saldrían al sentarme a un piano. Como me saldrían si supiera tocar el piano.
Mi mano derecha ejecuta, mientras la izquierda sigue el compás. No necesito partitura. Los dedos interpretan la música que sale de mi cabeza con soñado virtuosismo.
La música me envuelve como una fina cortina movida por el viento. Cierro los ojos, la música sigue sonando.
Los abro y mis manos se mueven rítmicas mientras agarran un volante. El parabrisas me muestra una carretera de noche, solo alumbrada por los faros de un coche que conduzco muy deprisa. No sé donde me dirijo ni por qué, solo piso el acelerador mientras la música sigue sonando perfecta, impoluta, haciéndome sentir bien.
Miro al espejo retrovisor y un coche se ha colocado justo detrás. Sus focos emiten una potente luz que me molesta sobremanera. Se refleja en el espejo interior y me deslumbra. Apenas puedo ver, intento desesperados cambios de carril, quiero alejar de mi vista aquella luz que me ciega.
Pero no puedo, sigue mi estela y aunque acelero no puedo dejarlo atrás.
Voy tan rápido que temo salirme en alguna de aquellas sinuosas curvas, pero necesito escapar de aquel brillo que me molesta.
Tal y como temía, mi coche se sale y vuelo por un acantilado. Caigo sin remedio hacia un mar negro, tan oscuro como un abismo. Cierro los ojos. No quiero ver como me estrello.
Tardo demasiado en colisionar. Lo noto y abro los ojos de nuevo, buscando alguna explicación de lo que pasa.
Entonces me veo acostado en mi cama. Una luz tibia y suave reina en mi habitación. A mi lado, sumida en un profundo sueño, mi mujer reposa. Bañándose en su mar de calma.
Miro hacia el ventanal que separa la terraza de nuestro ático. Una figura pequeña está encaramada al muro.
¡Es mi hijo pequeño! Sin saber como ni porque se ha subido allí, y con un brazo y una pierna colgando por el otro lado me mira divertido. Tan ajeno al peligro como un niño de cuatro años.
Desesperado salto de la cama corriendo hacia él. En mi camino, atravieso el ventanal que cerrado no es impedimento. Sus cristales me cortan; las manos, el hombro, incluso la cara. Su dureza rompe mi tabique nasal. Pero no me importa.
Alargo mis manos cuando ya su pequeño cuerpo comienza a seguir los dictados de la ley de la gravedad. El viento mueve su flequillo mientras lo agarro por el pijama como suspendido por el tiempo. Me mira divertido, inconsciente de lo peligroso de su juego.
Con las pulsaciones a mil, lo levanto como si fuera un muñeco y lo estrecho en mis brazos. Me mira y lo beso entre lágrimas de anhelo. Pese a su travesura, no puedo decirle nada.
Eso fue el día que murió.

viernes, 9 de marzo de 2012

PAMPLINAS


IX


Llegó un día que los besos se volvieron inmerecidos.
Las furtivas mentiras se tornaron incomodas verdades.
Los ardientes encuentros en inconvenientes pasados.

Me pensé incomparable a sus ojos, digna portadora
de atributos que por su falta, en mi si encontraba.
Segura de cambiarle el destino, de guiarle una barca
Que sin mi zozobraba.

Y solo fui mana por prohibido.
Ni antes fui la una, y ahora ni siquiera soy la otra.

domingo, 4 de marzo de 2012

LA SUSTITUTA


LA SUSTITUTA

Su tardanza otra vez confirmó todas nuestras sospechas. Don Enrique faltaba de nuevo a clase.
Ni que decir tiene que para nosotros, neoadolescentes de sexto de E.G.B. con las hormonas comenzando a agitarse más rápido que se santigua un cura loco, aquello suponía una hora de total libertad. Como si estuviéramos internados en un centro penitenciario y repentinamente nos abrieran una puerta.
Unos charlaban, los pocos dibujaban y los todavía menos leían o estudiaban para un examen que teníamos demasiado cercano. Pero quien tiene ganas de estudiar cuando estas justo debajo de una lluvia de bolas de papel. O cuando tu amigo Isco te cuenta con pasión lo bien que jugó el miércoles el Madrid en copa de Europa y lo fantástico que es Butragueño.
Como toda algarabía controlada, lo que comienza en susurros, pasa a charla normal y esta última se tiene que imponer sobre ella misma. Así que al final se acaba en griterío, risotadas y en un descontrol que no hay delegado de clase que lo remedie.
Inevitablemente, el tutor que casualmente está dando clase en una justo al lado, aparece con cara de pocos amigos e instaurando un fulminante silencio en el que parece que nadie ha roto un plato.
Seguid así nos dice, mañana viene la sustituta; la Señorita Dulce. Esa os va a poner más derechos que una vela. Y después de amenazarnos si vuelve a tener que venir, nos deja a todos una pequeña y mal disimulada preocupación. ¿Quién sería la susodicha Señorita Dulce? ¿Sería verdad que se comía un par de niños para desayunar?
No creo que al resto de compañeros les ocurriera lo mismo, pero lo cierto es que estuve el resto del tiempo pensando en ella, esperando con preocupación quien entraría por la puerta a las nueve de la mañana del día siguiente.
Un día tiene solamente veinticuatro horas, así que el siguiente llegó justo tras ese tiempo convenido. Y allí estábamos todos, más serios que alegres, esperando e incluso algunos rezando (como yo) por un nuevo retraso en el Ministerio de Educación con respecto al sustituto de Don Enrique.
Pero el Ministerio cumplió, y un repiqueteo rítmico de unos tacones que se acercaban hizo que volviéramos todos la vista hacia la puerta. Apareció tras la pequeña ventana como un espanto la mirada dura y escrutadora de una señora mayor que abrió sin mucha espera la puerta.
Ya tiene cara nuestro demonio, pensé mientras respondía tan coral como mis compañeros al buenos días que seria y casi en tono amenazante había lanzado la Señorita Dulce.
Hizo una presentación corta e inútil, pues todos sabíamos ya como se llamaba. Tan corta como su estatura pese a llevar tacones. Su cara, seria e inquisitiva, estaba surcada por un par de arrugas de expresión que añadían hierro puro a su mirada. Vestía clásica y muy formal, trasportando aquella aula de 1986 directamente a 1969 o más.
Pasó lista uno por uno, indicando al más atrevido que debían dirigirse a ella como Señorita Dulce. No hacía falta que recalcara lo de Señorita con tanto orgullo, pues se veía a la legua que era una solterona de tomo y lomo. Incurrir en otro apodo o apelativo que no fuera el estrictamente indicado por ella nos acarrearía matemáticamente tener que escribir su nombre cien veces.
Lo cierto es que teníamos unos cuantos profesores, pero solo esta sustituta había hecho que desde el minuto uno hasta más de mediada la clase, nadie hubiera apartado su vista de ella. Y sobre todo despegado los labios. Su larga lista de normas acababan todas con el mismo castigo repetitivo hasta la centésima.
Suponía que aquellas dos horas iban a ser muy largas. Pero pese a que todos los niños somos pequeños angelitos, como ocurre justamente en toda sociedad, hay de todo. Entre ángeles suelen salir algún que otro demonio, y el alma de alguno de mis compañeros más rebeldes no estaba dispuesta a ser atormentada así como así.
Yo veía con estupor como algunos comenzaban a coger una confianza que en absoluto estaba permitida so pena de tener que copiar cien veces cualquier frase correctora y matemáticamente encima; interrumpiéndola en sus explicaciones con preguntas que apenas venían al caso, pidiendo ir al servicio en el momento más inoportuno, no copiando algo que dictaba como de vital importancia para nuestra educación, e incluso uno que se atrevió a hacerle una pregunta tan personal como de donde venía.
Parte de guerra; varios escribiendo matemáticamente cien veces frases timoratas, algunos varias, uno en la esquina de la clase con la vista en la pared (castigo absurdo que me pareció como si nos hubieran metido en un campo de concentración) y uno expulsado en la sala de profesores.
Ante tanta desolación no abrí la boca y si hubiera tenido ganas de mear, posiblemente me hubiera meado encima. Y contento además.
Lo único bueno que tiene la guerra es su final, y las dos horas pasaron. Aquella mujer cercana a la jubilación y con aquella manera tan estricta de proceder anunció el final de la clase entre suspiros y las quejas no disimuladas de algún que otro valiente.
Ella se levantó, recogió su temario y su carpeta, y tan digna como había venido se dirigió hacia la puerta.
Contuve la respiración cuando paso a mi lado. Pero ella, se paró un momento, cruzó su mirada con la mía, y poniéndome una mano en la cabeza, me dijo adoptando una expresión de dulzura en su cara que no sabíamos que tenía;
-Que bueno eres, ojalá todos se hubieran portado como tú.
Y se marchó para no volver, dándonos una lección viva de un modo de enseñanza de un tiempo pasado. Haciendo que no viéramos tan malos a profesores que teníamos en un mal pedestal (Que por cierto, se rieron mucho cuando les contamos en clase las cosas que nos decía ella), y sobre todo; que en aquel tiempo y en el pasado (donde se había quedado estancada aquella señora) yo podía pasar sin ningún problema.
Desde entonces traté de no cambiar mucho mi forma de ser. Me dí cuenta de que por mucho mal que me contaran la vida, si me portaba como soy me iría siempre bien.