domingo, 20 de junio de 2010

EL INVIERNO DEL CORAZÓN.



CAPITULO 24: Y EL JODIO LUNES LLEGÓ.

Moví parsimoniosamente los ojos aquella mañana de lunes. El despertador había sonado implacable como siempre, pero los cerré con fuerza, hasta provocar un ligero dolor de parpados.
No tenía ganas de abrirlos, no tenía ganas de mover un solo músculo, no tenía ganas de vivir.
Y no es porque fuera lunes. Por algún extraño motivo, mi averiado cerebro volvía a bloquearse al mundo, a caminar entre ciénagas pantanosas, a citarse para tomar un café con su amiga depresión, y esta le estaba invitando a tostadas y todo.
Tapé mi cabeza con las sábanas y comencé a llorar amargamente. ¿Por qué me sucedía de nuevo? ¿Qué había hecho yo para merecer esto? Había luchado mucho por salir del agujero, y de nuevo volvía a zambullirme.
Tras una hora de inmovilidad física en la que mi cuerpo se negaba en rotundo a poner rumbo a la oficina, logré convencerme de que era lo mejor que debía hacer. Pero no me fue nada fácil, mis ojos buscaban con afán las antiguas fotos que colgaban de nuestras paredes, buscaba desesperado imágenes de Susana, convencerme de que había estado alguna vez allí, ¡y era imposible!
Las había tirado todas a la basura en vista del daño que me hacían. De todas formas, toda aquella acuosidad no me permitía siquiera ver la puerta del dormitorio.
Sequé mis lágrimas con la manga del pijama y de un rápido golpe tiré todo lo que reposaba sobre el tocador, impertérrito recuerdo de un pasado que apenas si se concretó.
Decidí que no iba a quedarme allí como un conejo esperando a que le disparara un cazador. Aunque tarde, me duché y me vestí, saliendo hacia el trabajo lo más rápido que pude.
Se dice que cuando una cosa es susceptible de empeorar, empeora. Y eso es lo que precisamente pensé, cuando al enfilar el pasillo de las oficinas sin que nadie se percatase de mi retraso, me tope de bruces con D. Aurelio sentado justo frente a mi ordenador.
-¡Hombre, la bella durmiente!- Dijo sin volver la vista de la pantalla, rebuscando con afán en el inventario de un proyecto que habíamos realizado la semana pasada.
- Lo siento mucho D. Aurelio, no volverá a ocurrir- Respondí avergonzado, aguantándome unas indómitas ganas de llorar que supongo venían como complemento en el kit de la depresión. -¿Puedo ayudarle en algo?
-En nada, como puedes ver ya me las apaño yo solo. Lárgate y haz lo que quieras, que mas da- ¡Y lo dijo el tío sin pestañear!
La verdad, no sé qué oculto mecanismo accionó aquel hombre que si ni siquiera se había dignado a mirarme, pero el caso es que me invadió una pena traicionera. Una pena profunda e inoportuna, que no venía ni a cuento.
Cual niña de quince años que estuviera viendo la película Titanic por primera vez, y contemplara al pobre Jack hundiéndose en las profundidades de aquel oscuro océano helado, comencé a llorar.
Un llanto silencioso y discreto. Habría pasado desapercibido, salvo por eso mismo, la pena no me permitía articular palabra.
D. Aurelio se volvió, y claro está, se encontró de frente con María Magdalena.
-¡Manuel! ¿Qué te ocurre?- Exclamó con extrañeza.
Pero no quise darle más gozo a la humillación que sentía, de modo, que salí a paso ligero, dejando correr mis lágrimas, y sin importarme ni lo más mínimo dejar allí plantado al mismísimo jefe.
Deambulé sin rumbo fijo, subiendo y bajando las estaciones del metro sin tener ni idea de adonde ir, enhebrando pasos inconscientes, inconexos, alejados cada vez más de la realidad. Apagué el móvil y me dirigí a mi casa.
Con una valeriana como medicamento, y un bocado a una empanada de atún que tenía en la nevera, me metí en la cama buscando alivio.
Cuando desperté, la luz del sol había desparecido totalmente, una ligera luz entraba por la ventana del salón, alumbrando directamente mis pies que descansaban en su parcela de mi terapéutico sofá.
El reloj del DVD indicaba que eran las ocho, y de paso mitigaba la desorientación momentánea que sufría.
El sueño había calmado mis nervios, la angustia vital que había vuelto a sentir esa maldita mañana se había mitigado bastante, aunque me tuvo un poco a la expectativa.
Una extraña impaciencia apareció también, quería pasar página lo más rápidamente posible, aunque está claro que todavía estaba lejos de borrar de mi cabeza todos los problemas que lo atenazaban.
Con un súbito arranque de energía me puse ropa deportiva, necesitaba estimular la adrenalina, quizás unos largos en la piscina me vendrían bien.

domingo, 13 de junio de 2010

EL INVIERNO DEL CORAZÓN.


CAPITULO 23: PLACIDO DOMINGO, JODIO LUNES. (Tip y Coll).

Nada que ver el despertar de aquel sábado con el de la despedida de soltero. No había descansado nada, esa noche la pasé llamando a Juan en la taza del wc, por lo menos tres veces.
Esta resaca era de campeonato, con un dolor de cabeza lacerante, y un sabor amargo en la boca producido por los continuos vómitos.
Estuve mucho tiempo arremolinado en mi cama, intentado recordar lo pasado o vivido aquel viernes. Además de recordarme a mí mismo que me llevaría una buena temporada sin probar el alcohol, saqué en claro que había sido un autentico fracaso.
Comencé a acordarme de todo; de la ofuscación que me acompañó toda la noche, de la insistencia de los colegas en coger la cogorza que finalmente cogimos, de mis intentos por descubrir los verdaderos nombres de los susodichos “Rafita” y “Pollo” pues sus motes me sonaban absolutamente ridículos, y sobre todo, de la monumental pelea que provocaron y que colmó el vaso de mi paciencia.
Aquel chico que me quiso invitar, - si, el gay- me acompañó a la salida después del revuelo, decía que estaba asustado por la pelea. Aunque la verdad es que creo que quería seguir su ataque furibundo.
No le di mucha más opción, pues estaba tan cabreado que sin decir ni “mu” corrí hasta un taxi, y su conductor, aunque un poco sobresaltado por mi irrupción, aceptó llevarme hasta mi casa.
Debía levantarme, tenía por delante todo un domingo, de resaca, pero domingo al fin y al cabo. De modo que me puse en pié, y dándome un par de “rasquiñones” en semejante sitio, me dirigí al cuarto de baño a terminar de dar rienda suelta a las válvulas de escape de mis maltrechas tripas, y de paso, darme una buena ducha.
No hay nada más reparador que el agua caliente cayendo sobre la cabeza, provocando chispazos de energía, disipando poco a poco el dolor que tenía justo debajo de la nuca, aunque no del todo.
De pronto, una serie de rugidos me recordó que mis tripas estaban vacías del todo, y ante tal airada protesta, debía hacer algo al respecto lo más pronto posible.
Decidí que un buen desayuno me vendría muy bien. Así que con el pelo aun mojado y sin saber a ciencia cierta adonde ir, bajé las escaleras, como los ratones del flautista de Hamelin, al aroma de un buen café.
Como si fuera el instinto el que me guiara, mis pasos siguieron solos aunque precisos, el camino hacia el parque. No tenía el cuerpo yo como para muchas carreras, pero recordé que allí había una cafetería, famosa por cierto por los churros que servían los domingos.
Eché un vistazo al reloj al tiempo que tomaba asiento en una mesa que situada frente a una ventana que me permitía ver una especie de plaza con asientos que constituía el centro mismo del parque. Las diez de la mañana marcaban sus números digitales. Lo peor de las resacas que he padecido, siempre ha sido que al primer desvelo, mi cuerpo queda ya preso del dolor de cabeza y del malestar, y no puedo dormir.
Había algunos valientes que habían optado por sentarse en el exterior llevados sin duda por la aparición esa mañana de un esplendido sol, que con esfuerzo lograba apartar los enormes nubarrones que pasaban de un lado a otro con inusitada velocidad. No obstante, yo siempre fui muy friolero, por lo que de ninguna manera concebía en pleno diciembre ya, sentarme fuera. Solo pensarlo, podría provocarme un resfriado.
Pensé, que quizás debía haber pedido café por eso de la resaca, pero el chocolate con leche que humeante y espeso me sirvieron con un plato de churros, se convirtió para mí en un elixir de los Dioses, que me dio fuerza y vitalidad, alejando definitivamente la resaca que me había atenazado hasta el momento.
Había bastante ambiente en el parque, el día estaba bueno y eso contribuía. Compañeros de carreras pasaban raudos en intermitente procesión, con sus mp3 y en sus caras gestos de cansancio inexpresivo. Varios chiquillos correteaban jugando y vociferando sus infantiles y casi ininteligibles diálogos, una pareja caminaba brazos al hombro y a la cintura. Tranquilos, charlando y sonriendo, como si el movimiento del resto del parque no fuera con ellos.
Vivísimas imágenes que me llevaron al recuerdo de un chico de veinte años que sentado en el mismo banco que veía a unos diez metros, esperaba nervioso y preocupado a que llegara una chica. Asegurándose una y otra vez de que nadie se acerca al ramo de flores que perfectamente camuflado ha colocado detrás de una pequeña vaya de madera verde, que separa el camino de la zona ajardinada y que ya no existe.
Su cara se ilumina al verla caminar hacia él, Es un bello día de primavera, con un sol radiante que llena todo de luz, pero que parece languidecer cuando llega y con un beso largo, profundo y apasionado lo saluda. Ellos también se fueron abrazados, regalándose caricias, y felices por la tontería de un simple ramo de flores.
Tampoco hacía mucho tiempo de eso, pero parecía haber pasado una eternidad. Mis dedos trataban de quitar una legaña de mi ojo derecho, cuando se sorprendieron por unas lágrimas furtivas que se escapaban lentas y traicioneras. No debían estar ahí.
Pero que podía yo hacer cuando un simple domingo se convertía en una cárcel de soledad, cuando los recuerdos se convertían en fantasmas burlones que venían y se iban, inmaculados, impertérritos, pero que dejaban en mí un poso de inhumana tristeza. Odio la soledad.
Salí de la cafetería y me dirigí a uno de los bancos aunque no me senté. Me propuse en cambio buscar una solución. Podía ir al cine, no. Una buena comida con merienda de café, whiskys y ver el partido de futbol, no. Visita a mis padres, que hacía tiempo que no los veía, ni de coña, todavía me dolía que me acusaran de ser el causante de que lo hubiéramos dejado.
Todo lo que venía a mi mente parecía incluir a alguna persona como compañía. No encontraba solución. Miré a un lado y a otro buscando algún participe para mis inquietudes, pero no lo vi.
Solo advertí como todo el movimiento del parque comenzaba a desaparecer de mi vista, el sol perdía su batalla con los nubarrones, que menos raudos y con muchos refuerzos, habían conseguido flanquearlo y finalmente derrotarlo. Gruesos goterones caían vagos, definitivos. Como el guión de ese domingo, que pasaría como tantos otros, metido en mi casa, probablemente viendo alguna película.

domingo, 6 de junio de 2010

EL INVIERNO DEL CORAZÓN.


CAPITULO 22: MAL ROLLO ESTA VEZ.

Ese sábado no se mostraba diferente a ningún otro, las calles llenas de gente. Con un frio tan típico de finales de noviembre que pasaba casi desapercibido.
La luz inundaba cada palmo del centro, regalando reflejos rojos y amarillentos a los rostros de todo el que paseaba por allí. Y es que miles de bombillas se encargaban ya de recordar que la navidad estaba más que próxima.
No obstante, me costaba entender por qué ponían las luces con tanto tiempo de antelación. Aunque siempre me gustó verlas, evocaban en mi recuerdos remotos de cuando era niño y perseguía las carrozas de los reyes magos, siempre en busca de los preciados caramelos, o cuando había paseado justo por allí con mis amigos, o los paseos con Susana, cogidos de la mano y desafiando al frio invernal.
La navidad me gustó siempre mucho, lejos de simbolismos, su ambiente y aromas siempre singulares, creaban una época especial para mí, tan especial como las ilusiones de los demás.
Sin embargo este año, no tenía ganas de que llegara. Ya la última navidad no había sido demasiado buena, un ambiente muy desfigurado por culpa de peleas, desencuentros y reproches.
Pese a que yo prefería entrar en la misma disco que la otra vez, nos decantamos por otra que estaba una calle más alejada. El motivo no era otro, que la familiaridad del pollo con el portero de la misma.
Parecía imposible entrar, pues la cola era bastante grande y estábamos ebrios totalmente, pero el pollo cumplió su palabra, y el portero no solo nos dejó entrar, si no que no nos cobró. Así que contentos y felices traspasamos el portal en dirección a la fiesta.
Me llamó la atención la originalidad del local, una única pista, rodeada por una barra kilométrica.
La pista además de tener una potente iluminación, contaba con unas jaulas colgadas del techo por unas fuertes cadenas, colocadas en unos puntos estratégicos de la misma. Dentro de ellas, unas chicas despampanantes bailaban dentro frenéticas, al ritmo de una música que absorbía todo el local.
Pedimos bebidas y nos movimos hacia la pista, nada difícil, pues prácticamente estábamos en ella.
-¡Vamos a bailaaaaar!- Gritó Mario, levantando un dedo al techo y asiendo fuertemente el whisky con la otra mano, intentando hacer oír su voz por encima de la música el ruido de la gente.
Había iniciado un baile frenético, totalmente inimitable.
Los tres saltaban uno alrededor de otro, haciendo grandes aspavientos, y dándose golpes y abrazos. Yo opté por retirarme un poco de ellos, y respetar una distancia más que razonable de aquellos tres cafres.
Solté un bufido. Con lo de chicas guapas que estaban en la misma pista bailando a nuestro alrededor, a estos solo les da por hacer el indio. Comencé a preocuparme, pues no dejaban de molestar a la gente.
Mientras los miraba, un hombre de mediana edad se colocó justo entre ellos y yo.
-Hola- Me dijo tratando de dar un tono sugerente a su saludo, cosa que se me antojaba totalmente imposible. -¿Puedo invitarte a una copa?-
¡Lo que me hacía falta!, parecía que nada podía ir peor aquella noche, pero me volví a equivocar.
De repente y tras aquel muchacho, se montó una pelea de campeonato, vi a Mario caer por los suelos, víctima del golpe lanzado por alguien con el que tenía que topar. Los otros dos reaccionaron, por lo que se lío una gorda.
El mundo se me vino encima, pues había ocurrido lo que me temía, y no solo eso, sino que encima tenía allí a un tipo dispuesto a dejarme el culo como la bandera de Japón.
Así que me fui a mi casa sin decir ni pio, a la francesa sin más.