domingo, 17 de abril de 2011

EL INVIERNO DEL CORAZÓN


CAPITULO 43: HACIA LOS CONFINES DE LA TIERRA

Justo en la dulce despedida a la modorra que produjo en mí aquel agradable sueño, me di cuenta de que estaba en la habitación del hotel, y que aquello no era mi ciudad, si no uno de los pueblos del Algarve Portugués.
Me incorporé tranquilamente, y después de una ducha salí del hotel dispuesto a explorar aquel lugar. Recorrí aquella especie de paseo marítimo flanqueado en ambas orillas por tiendas y tenderetes donde se vendían todo tipo de género para turistas, pañuelos, ropa y camisas de importación.
Me apoye en una de las barandillas, observando aquella espaciosa playa, lógicamente no había nadie en el agua debido a la época del año, solo un par de corredores y una pareja charlando en la arena. Pero una agradable brisa acariciaba mi cara, recorriendo suavemente mis cachetes y mi nariz, diciendo al oído que nada importaba más en el mundo que aquel momento, que debía aprovecharlo y hacerlo especial.
Un café en uno de los chiringuitos que se plantaban allí, y el paso de la tarde, hizo que llegara la noche tan silenciosa como sin avisar.
Lo mejor de los viajes a mi modesta opinión son los sitios que encuentras cuando tienes que comer o cenar, si han sido buenos, los recuerdas siempre, y si son malos, los recuerdas también, solo que entre risas con tus amigos.
Para cenar, encontré una brasería. En realidad me puso una trampa en forma de olores a carbón encendido y carne humeante. Lógicamente caí como un pajarito, y más siendo yo tan carnívoro.
La cena aunque un tanto copiosa, fue estupenda. Una copa rápida en cualquiera de los locales de ambiente que allí habían y descansaría para el día siguiente.
Mis pasos callados me llevaron a un pub Irlandés. Desde su terraza, podía sentir el susurro de la brisa y el tranquilo charlar de las olas con la orilla, y hacía que el sabor de la cerveza fuera especial. En su interior, una agradable música típicamente irlandesa sonaba a cargo de un chico moreno, el cual, con una guitarra acústica y un equipo de sonido, daba un cierto ambiente.
Volví a la barra a pedir una nueva cerveza, esta tenuemente iluminada por unos carteles de neón que nombraban marcas de birra.
-oye, tú eres español, ¿no?-Me preguntó el chico de una pareja que junto a mi esperaban sendas cervezas, y que habían conocido mi acento.
Me presenté y se presentaron. Se trataban de una pareja de madrileños que habían decidido como yo escaparse un fin de semana. Eran gente simpática, y enseguida empatizamos.
-¿Cómo es que vienes solo?-Preguntó ella en un momento dado de nuestra conversación.
-Lo cierto, es que es una larga historia-Contesté intentando desviar el asunto, pero muy cómodo con sus preguntas, por su compañía y por su conversación, pero tras tomar más cervezas de las que esperaba, caminé tranquilamente hasta el hotel, donde dormí profundamente.
Me levanté temprano para aprovechar el desayuno del hotel. El plan era visitar Lagos, comer allí y luego si me apetecía iría al Cabo San Vicente y a la Punta de Sagres. Aunque no sabía si hacerlo o no, pues todo estaba marchando de muy buen rollo.
Tan temprano como debía, recogí mi mochila, y con la cámara preparada puse rumbo a Lagos, tras poner sus datos en mi GPS.
Me gustó mucho la luminosidad de aquel lugar, le encontré en cierto sentido un cierto parecido a Cádiz.
Un castillo de costa muy similar al de Santa Catalina pegado a una playa ribeteada de piedras como la Caleta me hizo pensar en ello, aunque esta no tenía un balneario como la de Cádiz.
Un sol, brillante y atrevido, daba un toque especial en aquellas aguas claras y frías, adornando las tonalidades ya de por si llamativas de aquellas barcas de pescadores, que plácidamente amarradas aguardaban a sus dueños y que me llevé guardadas en mi cámara.
En un banco de un paseo sembrado de palmeras, me senté un momento a beberme un refresco. Mientras, como hormigas afanosas, los barqueros que ofertaban sus viajes a las formaciones rocosas, repartían folletos, y ofertaban de viva voz sus viajes a todo aquel que tuviera pinta de turista.
Quería montar en una de esas barcas, así que decidí dejarme abordar por uno de esos intrépidos relaciones públicas. No estaba siendo muy provechoso el regateo cuando vi andar por mitad del paseo a mis amigos los madrileños, que tan acaramelados como podían, caminaban en nuestra dirección con sendos helados.
Los incluí en la lista de pasajeros y conseguí rebajar cinco euros por cabeza, por lo que todos salimos ganando.
Mereció la pena el viaje, pues navegamos entre formaciones y acantilados de muy diversas formas. El barquero entre bromas y con su portugués mezclado, iba explicando los nombres de aquellos caprichos de la naturaleza, adentrándose entre ellas.
Una especie de bóveda fue lo que más me gustó, por su parte superior, un rayo de luz entraba, dando al agua un tono cristalino muy bonito, mostrando a mi cámara, un fondo inigualable, salteado por peces que tranquilos nadaban para nosotros.
Cuando acabamos comentamos el recorrido, y pese a que el mar había estado bastante tranquilo, el madrileño se había mareado. Su cara estaba blanca como las casas de aquel pueblo marinero.
Me sentí un poco culpable por haberlos embarcado un poco a la fuerza, así que decidí invitarlos a comer. Después de todo eran mi única compañía, y bastante majos.
Justo acabados los postres, pensé en el asunto. En contra de mi corazón, decidí que iría a ver la puesta de sol a la Punta de Sagres, justo en la barbilla de la península Ibérica.
La pareja declinó la invitación de venir, puesto que la chica prefería ver otras cosas, así que con la promesa de que quizás me tomara alguna copa esa noche con ellos, me despedí y puse rumbo al Cabo San Vicente.
Todo lo que veía estaba realizado tal y como lo imaginaba, enormes acantilados formando una muralla inexpugnable frente a un mar que bravo golpea con sus olas las rocas una y otra vez. Era el fin de la península Ibérica, era el fin de la tierra, el comienzo de la eternidad.
Me puse a hacer fotos como un poseso, quería captar aquel lugar como se me aparecía. Una figura sentada al borde de los acantilados observaba serena el horizonte marino. El sol, como una lenta piedra cansada de rodar, comenzaba a caer lentamente hacia él.
Decidí acercarme y contemplar sus últimos momentos desde aquel sitio privilegiado. La figura impasible, seguía con la vista puesta al frente, hacia el sol.
Me senté cerca de ella, pero sin mirarla, Quien fuera y yo, apenas teníamos importancia frente a aquella inmensidad. El sol, cada vez más triste y rojizo, bostezaba lentamente.
-Que sitio más impresionante, ¿Verdad?-Comenté por fin, a sabiendas de que rompía el encanto del momento en aras de la educación, quizás con alguien que ni me entendía.
-Verdad, era tal y como lo imaginamos tantas veces.
En aquel instante, la bufanda que se había quitado del cuello, fue arrastrada por una ráfaga de viento. Una cometa marrón que se retorcía camino del mar.
Y sentada junto a mí, Susana contemplaba el mar, tal y como lo habíamos planeado tantas veces.

4 comentarios:

  1. Dos apuntes, un bar de ambiente es considerado en el argot un bar de homosexuales, por lo que al leerlo induce a desorientar al lector. Otra, el "fin de la tierra" se considera a Finisterre, así que Poertugal será muy bonito pero no lo exageremos. Por lo de más bien, con sorpresa final incluida

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  2. mu bueno,te vas superando

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  3. Ese final me ha dejado de piedra; y ya iba yo echando de menos sorpresas de ese tipo. Ahora sí que me dejas impaciente por ver cómo continuará esto.

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me encanta que me orienten. Tu opinión es muy valida para mi.