lunes, 19 de marzo de 2012

MIXTURA


MIXTURA

Mis dedos serpentean habilidosos por el liso adoquinado de teclas blancas y negras. Con sorprendente presteza, tanta que ni me lo creo. Sin duda y sin miedo a cometer ningún error.
De aquel piano de cola del que no puedo ver el fondo salen suaves y acompasados los sonidos de la Sonata Nocturna Nº20 en C menor de Chopin. Perfectos, inmaculados, tal y como siempre soñé que saldrían al sentarme a un piano. Como me saldrían si supiera tocar el piano.
Mi mano derecha ejecuta, mientras la izquierda sigue el compás. No necesito partitura. Los dedos interpretan la música que sale de mi cabeza con soñado virtuosismo.
La música me envuelve como una fina cortina movida por el viento. Cierro los ojos, la música sigue sonando.
Los abro y mis manos se mueven rítmicas mientras agarran un volante. El parabrisas me muestra una carretera de noche, solo alumbrada por los faros de un coche que conduzco muy deprisa. No sé donde me dirijo ni por qué, solo piso el acelerador mientras la música sigue sonando perfecta, impoluta, haciéndome sentir bien.
Miro al espejo retrovisor y un coche se ha colocado justo detrás. Sus focos emiten una potente luz que me molesta sobremanera. Se refleja en el espejo interior y me deslumbra. Apenas puedo ver, intento desesperados cambios de carril, quiero alejar de mi vista aquella luz que me ciega.
Pero no puedo, sigue mi estela y aunque acelero no puedo dejarlo atrás.
Voy tan rápido que temo salirme en alguna de aquellas sinuosas curvas, pero necesito escapar de aquel brillo que me molesta.
Tal y como temía, mi coche se sale y vuelo por un acantilado. Caigo sin remedio hacia un mar negro, tan oscuro como un abismo. Cierro los ojos. No quiero ver como me estrello.
Tardo demasiado en colisionar. Lo noto y abro los ojos de nuevo, buscando alguna explicación de lo que pasa.
Entonces me veo acostado en mi cama. Una luz tibia y suave reina en mi habitación. A mi lado, sumida en un profundo sueño, mi mujer reposa. Bañándose en su mar de calma.
Miro hacia el ventanal que separa la terraza de nuestro ático. Una figura pequeña está encaramada al muro.
¡Es mi hijo pequeño! Sin saber como ni porque se ha subido allí, y con un brazo y una pierna colgando por el otro lado me mira divertido. Tan ajeno al peligro como un niño de cuatro años.
Desesperado salto de la cama corriendo hacia él. En mi camino, atravieso el ventanal que cerrado no es impedimento. Sus cristales me cortan; las manos, el hombro, incluso la cara. Su dureza rompe mi tabique nasal. Pero no me importa.
Alargo mis manos cuando ya su pequeño cuerpo comienza a seguir los dictados de la ley de la gravedad. El viento mueve su flequillo mientras lo agarro por el pijama como suspendido por el tiempo. Me mira divertido, inconsciente de lo peligroso de su juego.
Con las pulsaciones a mil, lo levanto como si fuera un muñeco y lo estrecho en mis brazos. Me mira y lo beso entre lágrimas de anhelo. Pese a su travesura, no puedo decirle nada.
Eso fue el día que murió.

5 comentarios:

  1. Vaya tragedia que nos has brindado. No sé, me parece que prefiero leer algo menos dramático

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  2. Brutal y genial, Dani. Los giros inesperados no sólo han sido con el volante, también los has logrado con las palabras.
    Y mí me ha encantado... incluso el final (para ser un relato de ficción, claro).

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  3. Bueno, reconozco que es un relato un poco durillo. Aunque siempre me han gustado los relatos oscuros. Como siempre, gracias por vuestros comentarios

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  4. Para comprender la dureza hay que ser padre y sentir como tal, a pesar de ser bueno al igual que genialsiempre prefiero tus pamplinas

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  5. A mí me parece uno de tus mejores textos. Lo encuentro fluído, rico, intrigante y justamente confuso. Sin duda creo que cada vez escribes mejor. Además tienes el don de la tenacidad y la constancia...no dejes de intentarlo.
    Un beso.

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me encanta que me orienten. Tu opinión es muy valida para mi.